lunes, 25 de julio de 2011

Confesiones de un egresado

El día más feliz de mi vida ha sido, sin duda, el día que ingresé a la Pontificia Universidad Católica del Perú. Aún recuerdo la frenética manera con la que me cortaron el cabello de 8 meses que tenía en aquella época, la innumerable cantidad de huevos que recibí por todo el cuerpo y las incesantes bolsas de harina que espolvorearon por todo mi ser.

Recuerdo con especial cariño el llanto alegre y descomedido de mi madre a las siete de la noche al escuchar que había ingresado, que su hijo recordado y reconocido en el colegio por estar siempre en el tercio inferior o último del salón (por decisión propia), llegar tarde a clases (a veces no llegar) y estar siempre al borde de jalar conducta por alguna estupidez había conseguido lo que muchos con mejores antecedentes no habían logrado.

No fue casualidad, que ingresara a la PUCP, no fue casualidad que ingresara en el puesto setenta de quien sabe cuántos cientos o miles. Quemé pestañas en una academia preuniversitaria durante nueve meses para lograr adquirir todo el conocimiento que no adquirí por desinteresado en los cinco años de secundaria.

Una vez logrado el objetivo, ingresar a la universidad, la meta entonces era alcanzar los primeros puestos en la carrera y por qué no, conseguir alguna beca. Una meta que no fue precisamente alcanzada, ya que, mi ponderado del primer ciclo en la universidad fue 2.7, para aquellos que creen que he cometido un error tipográfico en cuanto a la nota la pondré en letras, dos punto siete.

Desaprobé todos y cada uno de los cursos que llevé en primer ciclo, me dejé llevar por los vicios. Drogas, sexo y rock and roll eran parte del menú, sin embargo (y no me explico cómo), me las arreglaba para asistir diariamente a la universidad para mis entrenamientos de basket, en algunas ocasiones ebrio.

Yo sabía que mis padres sospechaban de mis malos pasos, pero por alguna razón nunca me dijeron nada, ciertamente hoy creo que esa fue la decisión más sabia que pudieron haber tomado con ese chico descarrilado en el que me había convertido.

El ciclo siguiente no me matriculé, decidí que esos seis meses iban a ser una etapa de introspección, una etapa para tomar conciencia de mis actos y para regresar a lo que yo suelo llamar “la senda del buen hijo”, lamentablemente esa etapa terminó siendo empleada para lo que yo vulgarmente llamo como “el arte del rasquing balls”.

Pasados esos seis meses me volví a matricular en la universidad y tan solo llevé tres de los siete cursos que había desaprobado. Obviamente y como era de esperarse no iba a pasar ninguno de esos tres cursos, de tal manera, que inteligentemente decidí retirarme de los tres cursos antes de ser invitado por la PUCP a retirarme. Hasta el día de hoy me jacto de ese inteligente movimiento “a mí no me botaron, yo me retiré”

Para ser honesto mi retiro de la universidad no provenía de un acto de inteligencia, tampoco fue intervención divina, fue dolor.
Por esos días hubo una reunión familiar con karaoke improvisado, un karaoke improvisado en el cual me tocó cantar una canción de Juan Gabriel mirando a mi madre.
No había terminado de entonar las primeras estrofas de aquella canción, cuando levanté la mirada y vi los ojos llorosos de mi madre. En ese momento la vida entera me pasó por la cabeza en un pestañeo, para ser preciso en un pestañeo me pasaron por la cabeza todas las veces que le había fallado a mi madre, malgastando dinero, derrochando oportunidades, consumiendo porquerías y un largo etc.

No pude soportarlo, no sabía cómo reprimir ese dolor al que me había hecho inmune durante mucho tiempo, pero mi cuerpo actuó por si solo… lloré desconsoladamente en el hombro de mi madre en frente de la mitad de mi familia. Mientras lloraba escuchaba a mis tías decir, tu mamá todavía está aquí y no se va ir durante mucho tiempo (asumo que lo decían por la letra de la canción), mientras yo pensaba “viejas de mierda porque no se largan, no lloro porque se vaya a morir”.

En esos minutos de llanto incontrolable en el hombro de mi madre sólo quise decirle que lo sentía, que estaba muy arrepentido, que me disculpara, y lo hice, pero tengo la certeza que no me escuchó.

Me retiré de la universidad y a tropezones ingresé a TECSUP. Los primeros ciclos fueron torpes, ponderados bajos, uno que otro desaprobado, hasta que por cuestiones del destino tuve la segunda gran decepción amorosa de mi vida y una vez más mi madre “the one and only” estuvo ahí para secarme las lágrimas.

Ya no podía seguir siendo el mediocre de siempre, sinceramente no decidí cambiar por mí, cambié por ella, por su esfuerzo. Además para esas fechas conocí en TECSUP a los más estudiosos de la clase, así que me aproveché de ellos.
Las reglas del juego eran distintas por sujeto.

Con el primer puesto de la promoción: Hacer grupo porque nunca deja un trabajo mal hecho o incompleto, además siempre pone mi nombre.
Con el tarmeño: Estudiar para los exámenes, tiene las fijas.
Con el cobrador: No sabe hablar, pero enseña bien.
El gordito: Sabe mate.

Juntarme con esos individuos me valió más de un enojo, éramos muy distintos, pero ellos me querían por más ocioso que fuera.
Mi padre siempre me ha dicho “quien anda con perros aprende a ladrar” y yo aprendí a ladrar como ellos cuatro. Me volví responsable, preocupado y hasta asco me doy, pero también me volví chancón.

Durante mucho tiempo renegué de mis compañeros de instituto, de sus malos hábitos, de su falta de empatía, del huayno que había en sus celulares, sin embargo, esos cuatro sujetos se merecen todo mi respeto y consideración, porque fueron ellos quienes se amanecieron conmigo, quienes me putearon por no terminar o imprimir el trabajo a tiempo y quienes me enseñaron muchas cosas y no sólo hablo de estudios, me enseñaron que muchas veces es más agradable un fin de semana tomando en una esquina de Santa Anita que un fin de semana en Asia, por el simple hecho que todos en esa esquina se comportan tal y como son, sin poses ni pretensiones.
Anthony, Bryan, Solin, y Peter (ninguno es gringo), no son solo compañeros, son mis amigos.

Hay gente que nunca cambia, reza el dicho “gallina que come huevo, aunque le quemen el pico” ,no obstante, yo cambié y hoy tengo una carrera, para bien o para mal, pero tengo una carrera. Y esto no sólo fue gracias a mi madre, ni a mis cuatro amigos de TECSUP, fue gracias a que vivo rodeado de excelentes personas, que con frases cortas y aparentemente insignificantes me hicieron mejor persona y mejor hijo.

Cuando le pregunté a Jimena Serpa cuanto le faltaba para terminar su carrera ella me dijo un año, a lo que yo respondí “si es que no jalas”, entonces ella me respondió con un categórico “yo no jalo”.Desde ese día no volví a jalar ningún curso.
Cuando visitaba Punta Hermosa mi madre siempre me decía al despedirse, “yo sé que tú puedes”, gracias mamá.
Pache y Julissa muchas veces no iban a reuniones porque tenían que leer sus separatas de la universidad, ellas me enseñaron hasta que punto llega la responsabilidad.
Samir y Marco primeros puestos en sus carreras, la envidia que me despertaban me ayudó a esforzarme más.
Mis hermanos jodidos como sólo ellos pueden ser, de sol en sol y de puteada en puteada me obligaron a no fallar más tampoco.
Para terminar Fiorella y Yuri me tomaron como ejemplo, por aluna extraña razón, que no logro comprender, lo hicieron. Para mi mala suerte tenía la responsabilidad de dar el ejemplo, de dar un buen ejemplo.

Hay gente que nunca cambia, yo cambié y hoy soy un egresado. Cambié porque así lo decidí, cambié gracias a las excelentes personas que me rodean.